Niñez indígena, despojada de su tierra y sin derechos. (Final)

Luego de un largo tiempo de viaje, el camión por fin estacionó. Se bajaron frente a una construcción que era exactamente lo contrario a lo que Luis había imaginado.

Luego de un largo tiempo de viaje, el camión por fin estacionó. Se bajaron frente a una construcción que era exactamente lo contrario a lo que Luis había imaginado: era, sí, una construcción de cemento y ladrillo, pero con paredes rotas y el techo hundido, que parecía estar por caer. No había puertas y el suelo de tierra estaba cubierto de basura. Luis tenía que compartir el duro piso de una sola pieza con catorce niñas y niños más.

Antes de irse, Don Pedro les presentó a otro hombre, Hernán, que tiró una bolsa de galleta con dos latas de vaca’i en medio de la habitación y les dijo que coman y duerman, porque a la mañana siguiente a las cinco de la mañana les iba a venir a buscar para llevarles a trabajar. Esa noche, Luis pensó en su familia, en su abuela cuidando sola a su hermana y su hermano, en su abuelo que quería que él vaya a una mejor escuela y en todas las familias de los demás niños y niñas a su alrededor, que les habían enviado con la esperanza de darles un mejor futuro.

En 2017, unas 21.474 personas indígenas no contaban con cédula de identidad. Un requisito[8] para adolescentes que trabajan (a partir de 14 años) es el registro por sus empleadores en la Consejería Municipal por los Derechos de la Niñez y la Adolescencia (CODENI) a cargo de las municipalidades. En el registro deben figurar su nombre, el de sus padres, el horario de trabajo y en el que asisten a clases[9] “en turnos compatibles con sus intereses y atendiendo a sus particularidades”[10]. Hasta los 16 años no pueden trabajar en relación de dependencia por más de cuatro horas diarias.[11]

La Ley N° 4788/2012 Integral contra la Trata de Personas define a la víctima directa como “aquella que se pretendiera o fuera efectivamente sometida en su cuerpo a un régimen de explotación sexual, o […] aquella persona cuyo cuerpo y fuerza de trabajo se pretenda o sea efectivamente empleada en un régimen de servidumbre, matrimonio servil, trabajo o servicio forzado, esclavitud o cualquier práctica análoga a la esclavitud.”[12]. Que la víctima tenga trece años o menos es un agravante especial que puede aumentar la pena privativa de libertad a hasta veinte años para quienes cometen dicho delito.[13]

Han pasado ya algunos meses. Todos los días Hernán traslada a Luis y los demás niños y adolescentes a un galpón grande, a alzar y mover cajas que pesan lo mismo o más que ellos. Cada día, terminan con las manos llenas de llagas y astillas, y pudiendo apenas mover los pies y las rodillas del dolor. Luis siente que no volverá a la escuela, aunque quiera, ni si supiese dónde hay una, no le sobra el tiempo, ni las fuerzas para ir a clases o siquiera jugar luego del trabajo.

Para niñas y niños Mbya Guaraní, el promedio de años de estudio era de apenas 2,1 en 2012[14]. En 2017, el promedio de años de estudio de la población indígena mayor de 25 años era de 3,4.[15]

De la población indígena de entre 6 y 14 años, el 12% no asistía a una institución de enseñanza formal en 2017; en la de 15 a 17 años, la inasistencia era del 49,5%. Según datos del Ministerio de Educación y Ciencias, en 2016 se contaba en total con 467 instituciones educativas indígenas en el país, 26 menos que el año anterior.

A la noche, cuando vuelven a la habitación que comparten, le lleva largo rato encontrar un lado sobre el que su cuerpo no sufra. Las niñas no van con ellos a trabajar, pero suelen volver bien entrada la madrugada. Siempre que Luis se despierta de dolor entre sueños, les escucha llorar. Algunas de ellas casi no hablan más y ya no le miran a la cara; preguntarles qué les pasa parece no ser una opción.

Entre julio y septiembre del 2019 se rescataron 84 niñas, niños y adolescentes indígenas en las inmediaciones de la Terminal de Ómnibus de la ciudad de Asunción. Se encontraban en condiciones absolutamente insalubres y, la mayoría de las veces, con desnutrición y latas de cola de zapatero para drogarse. En todos los casos, se les había trasladado hasta allí desde sus comunidades de origen (Caaguazú, Guairá y Caazapá) mediante un engaño a su familia o como medida desesperada para buscar paliar las condiciones de pobreza, para luego sufrir todo tipo de discriminaciones, vejaciones y explotación laboral y sexual.

Desde el año 2012, el Ministerio Público ha atendido a 817 personas víctimas de trata, de las cuales 333 han sido niñas, niños y adolescentes. De los 333, casi el 85% de las víctimas eran niñas y adolescentes mujeres.

Hace dos semanas, Hernán les trajo una lata de algo que inicialmente Luis no reconoció, pero pronto se iba a convertir en su principal motivación para trabajar, porque sería la única forma de recibir más. Les dijo Hernán que podían abrir y poner un poco en el fondo de las latas vacías de vaca’i que cubrían el suelo y meter la nariz dentro un rato para sentirse mejor, que les iba a hacer pasar el hambre y dolor. Ese día, les habían dejado trabajando hasta de noche y Luis estaba más adolorido que de costumbre, entonces no dudó en hacer igual que los demás cuando le pasaron el pote.

La exposición a los tóxicos que contiene el producto conocido como “cola de zapatero” produce inicialmente embriaguez, mareo, confusión o pérdida del hambre y/o el conocimiento. Su inhalación reiterada lleva a la pérdida del control de músculos, la memoria y el equilibrio, daños permanentes en el cerebro, la disminución de la capacidad intelectual, pérdida de la visión y audición y daños a riñones e hígado.[16]

Unos minutos después, Luis dejó de sentir las punzadas en sus piernas y brazos, ya casi ni sentía el frío del suelo y empezó a acordarse de su abuela, de su abuelo, de su hermano y su hermanita… casi podía oler la olla sobre el brasero y sentir su calor, como cuando era él quien revolvía la comida con alegría. Estuvo un rato soñando despierto, hasta que de repente se escuchó un fuerte estruendo. Si fue alguno de los vecinos que estaba festejando algo o alguien chocó en la avenida del costado, Luis no se enteró porque entre el recuerdo y la alucinación, el estruendo se transformó inmediatamente en hombres a caballo, disparos al cielo, ollas golpeando el suelo y derramando la comida al caer, casas siendo derrumbadas y gente gritando aterrorizada.

Un sentimiento de pánico le invadió, sintió un escalofrío y empezó a costarle respirar, como si la habitación se hubiera inundado en un segundo. Empezó a chillar bajito, entre llorando y pidiendo socorro, pero todos los demás niños y niñas a su alrededor estaban, como él, sumergidos en una hipnosis profunda. Llamó a su abuela, a su abuelo, a su hermana, pero ninguno le escuchó, nadie vino a su auxilio. Los tres se encontraban ya durmiendo, a cientos de kilómetros, al costado de la ruta, despertándose de vez en cuando –con las luces de alguna camioneta que pasaba velozmente– y soñando con Luis.

Toda la familia de Luis y las personas integrantes de su comunidades viven soñando, dormidos y despiertos, que va llegar el día en que les devolverán sus tierras; que niñas, niños y adolescentes que partieron a la ciudad regresarán; que los padres y abuelos les enseñarán a cazar animales, recoger plantas y frutas, plantar y recolectar semillas; que las madres y abuelas les enseñarán su lengua y las historias de sus antepasados; y, que tanto niñas como niños, irán a una escuela en su propia comunidad, tan buena como las de la ciudad, para que ningún niño o niña pierda su familia, comunidad y dignidad nunca más.

La búsqueda de la yvymara’eỹ (tierra sin mal) seguirá en el lejano horizonte para las comunidades indígenas, campesinas y para quienes viven en las zonas de pobreza de las ciudades. La exclusión social, económica, política, cultural y ambiental acrecientan las persistentes desigualdades, en un país generador de riquezas y alimentos. El Estado falla en su responsabilidad al no ejercer su poder para redistribuir de modo más equitativo los recursos, a fin de garantizar servicios básicos para todas las personas en todo el territorio del país.


[8] Art. 61, DE LA OBLIGACIÓN DE INFORMAR SOBRE EL TRABAJO DEL ADOLESCENTE, Código de la Niñez y la Adolescencia.

[9] Art. 60, DEL REGISTRO A CARGO DEL EMPLEADOR, Código de la Niñez y la Adolescencia.

[10] Art. 53, DE LAS GARANTÍAS EN EL TRABAJO, Código de la Niñez y la Adolescencia.

[11] Art. 58, DEL HORARIO DE TRABAJO, Código de la Niñez y la Adolescencia.

[12] Art. 4, DEFINICIONES, LEY N° 4788 Integral contra la Trata de Personas.

[13] Art. 7, CIRCUNSTANCIAS AGRAVANTES ESPECIALES, LEY N° 4788 Integral contra la Trata de Personas.

[14] DGEEC (2014), Pueblos Indígenas en el Paraguay, Resultados Finales de Población y Viviendas 2012. https://www.dgeec.gov.py/Publicaciones/Biblioteca/indigena2012/Pueblos%20indigenas%20en%20el%20Paraguay%20Resultados%20Finales%20de%20Poblacion%20y%20Viviendas%202012.pdf

[15] DGEEC (2018). Principales Resultados de la Encuesta Permanente de Hogares 2016 -2017. Población Indígena.

16] Agencia para Sustancias Tóxicas y el Registro de Enfermedades, Departamento de Salud y Servicios Humanos, Gobierno de los Estados Unidos https://www.atsdr.cdc.gov/es/phs/es_phs56.html

Texto del Observatorio de Políticas Públicas y Derechos de la Niñez y la Adolescencia (CDIA Observa) para la Plataforma Japoli contra las desigualdades en Paraguay. Noviembre, 2019.

Elaborado por: Araceli Girala y Anibal Cabrera Echeverría.

Revisado por: Alana Cano Cameroni y Ricardo Derene. Agradecimientos a: Tierraviva, a los pueblos indígenas