Luis[1] tiene 12
años. Es de la etnia Mbya Guaraní, originalmente del departamento de Caaguazú,
el centro de la región oriental. Ahora, su comunidad vive al costado de la Ruta
2[2]
sobre tierra infértil y con el constante miedo de ser atropellados por
camiones, tractores o camionetas. Su abuela le contaba que no siempre vivieron
ahí, que antes tenían sus tierras ancestrales. Tierras en las que, por
generaciones y generaciones, sus antepasados practicaban la agricultura,
cazaban para comer y encontraban el agua corriendo a su lado. “Ahora”, le decía
su abuela, “tenemos que caminar por horas para no tener la boca seca, ustedes
los jóvenes ya no aprenden a cazar y sobre esta tierra no crece nada… esto
empezó cuando, antes de que se ponga el sol una tarde, aparecieron los hombres
blancos armados…”.
Aquella tarde –le recordaba su abuela– estaban revolviendo la cena sobre el brasero, cuando escucharon unas camionetas acercándose con velocidad. En un segundo, la calma del atardecer fue desgarrada por una decena de hombres que a gritos y disparos los acusaban de invasores en su propio hogar, seguidos del llanto de quienes huían aterrados abandonando sus pertenencias, dejando atrás sus ollas tiradas al suelo, la comida desparramada sobre la tierra, sus plantaciones, sus casas, sus vidas… obligados a dispersarse en el casi inexistente bosque. Esa noche no cenaron.
Luis tenía solamente 6 años cuando les expulsaron de sus tierras y tuvieron que asentarse al costado de la Ruta 2 camino a Asunción, mientras exigían al gobierno que recupere el territorio que les pertenece. Su abuela pensaba, por eso, que quizá no recordaba aquella violenta noche. Sin embargo, a veces, cuando escuchaba una explosión o un grito fuerte, Luis sentía que veía las sombras de esos hombres armados que contaba su abuela y se agachaba, se cubría la cabeza, porque creía que uno de ellos estaba por tirarlo al suelo de una patada. Su corazón se aceleraba y el pecho se le cerraba, hasta que alguien más se daba cuenta, le ayudaba a calmarse y lentamente volvía de la pesadilla que tuvo despierto.
Actualmente, existen 286 comunidades indígenas en Paraguay que no cuentan con tierras tituladas; 20 están en proceso de titulación, 76 han iniciado un proceso de reclamo al Estado por la titulación de sus tierras y la situación legal de 190 comunidades es desconocida, no existe un expediente de reclamo ni registro a nombre de ellas.[3] Además, inclusive aquellas que cuentan con un título “no tienen un control efectivo sobre su espacio territorial, y sus tierras aseguradas están restringidas a pequeños espacios que constituyen una fracción muy limitada de sus territorios ancestrales”.[4]
Aún hoy siguen dándose casos de comunidades indígenas, tanto del pueblo Mbya Guaraní de Luis como de muchos otros, que son expulsadas violentamente de sus propias tierras ancestrales, siendo despojadas de los recursos a los que tienen derecho. En 2017[5], el 55% de la población indígena tenía entre 0 y 19 años, es decir, esta precariedad, injusticias y agresiones son sufridas en gran parte por niñas, niños y adolescentes.
Una tarde, Luis vio a su abuelo y otros jefes y jefas de familia hablando con el macatero[6], Don Pedro, que pasaba todas las semanas a venderles arroz y fideos, mientras él cuidaba que su hermana más pequeña no camine demasiado cerca de la ruta. Un poco después, cuando el motocarro de Don Pedro desapareció en el horizonte, su abuelo vino junto a él y le explicó que les habían ofrecido, al igual que otras a varias familias, la posibilidad de mandar a sus niños y niñas a la capital como fuerza de trabajo. Luis –que tenía 12 años– decidió al momento que, por ser el mayor de sus hermanos, él debería ir.
El trabajo sería solamente de mañana y, a cambio, su familia recibiría una canasta básica que, por las condiciones míseras en las que estaban, iba a significar un estómago vacío menos en su familia. Luis había notado que muchas veces su abuela dejaba de comer para que la comida alcance para ellos. Su abuelo, por otro lado, pensaba en el futuro de su nieto; pensaba que en la capital podría ir a una escuela mejor que esa de la ciudad aledaña para la que tenían que salir, antes que el sol, a caminar por el costado de la ruta. Además, esa gente prometía darle a su nieto un techo, comida y condiciones mejores que las que tenían.
En el año 2017[7], el 66% de la población indígena se encontraba en situación de pobreza, de los cuales más de la mitad no alcanzaba a acceder ni a 260.000 guaraníes por mes. El 58,8% de la población ocupada trabajaba de manera independiente, con un ingreso promedio mensual de solo 529.000 guaraníes. Más del 50% de quienes trabajaban en el ámbito privado tenían un salario menor a 1 millón de guaraníes.
Luis sabía que su abuelo no podía ir a la capital, no podía arriesgar a perder las pocas migas que le daban por su trabajo en la estancia de enfrente. Y su abuela no podía dejar también el asentamiento y a sus nietos solos en él. Antes que la mamá y el hermano por nacer de Luis fallecieran en el parto –después de semanas de complicaciones sin encontrar manera de llegar a un centro de salud–, su abuela podía ir a la estancia con el abuelo, donde a veces le daban trabajo. Ese dinero extra solía hacer la diferencia en la vida de su familia y Luis pensaba que ahora él tenía la oportunidad de aportar. Pero desde la trágica muerte de su madre, tener más ingresos ya no era posible.
Su abuela desconfió de la oferta del Don Pedro, pero conocía a otra mujer de la comunidad cuyo hijo de 14 años había ido a la capital y le llamaba todos los meses a contar que estaba bien. Aunque, la verdad, cualquier opción sería mejor que el costado de la ruta, pensaba la abuela.
Según datos de 2012, solamente el 15, 1% de las comunidades indígenas tenía acceso a agua corriente y el 64% no contaba con un local de atención a la salud. En 2017, el 85% no contaba con seguro médico y 5.000 personas declararon estar enfermos o accidentados y no haber acudido a una consulta médica porque no había atención cercana.
El día que vino Don Pedro el macatero a buscarles, trajo un camión más grande que el carro que solía cargar con sus mercaderías. Antes de salir, preguntó a las familias si sus hijas e hijos tenían documentos de identidad, porque iba a necesitar para que puedan trabajar, pero la mayoría respondió que no. Luis recordaba que durante el último embarazo de su mamá, su abuela había hablado de ir a inscribir a la familia, pero la única forma de hacerlo era yendo hasta Asunción. Con la comida que apenas alcanzaba para todos, no quedaba dinero para siquiera plantearse ahorrar para un pasaje, mucho menos dos, tres y cuatro, para hacer esas gestiones.
Unos quince niños y niñas de la comunidad se subieron al camión y, como las vacas que solían ver pasar por la ruta, miraban por entre las tablas del camión cómo su familia desaparecía en el horizonte. Luis se imaginaba que iban a llegar a una casa de ladrillo, con paredes recién pintadas, un pequeño jardín y varias habitaciones, como las que vieron por el camino hasta la ciudad. Tan lejos de la realidad estaba esa idea, como él de su familia. (continua en parte FINAL)
[1] Nombre ficticio, esta historia aglutina diversas vivencias reales de los últimos años en un contexto nacional actual.
[2] Relato ficticio, basado en la realidad histórica y actual nacional.
[3] Datos proporcionados por la Federación por la Autodeterminación de los Pueblos Indígenas (FAPI) https://www.tierrasindigenas.org/
[4] FAPI (2015). Situación Territorial de los Pueblos Indígenas del Paraguay, p. 20.https://www.fapi.org.py/wp-content/uploads/2015/11/Libro-Tom-Final.pdf
[5] DGEEC (2018). Principales Resultados de la Encuesta Permanente de Hogares 2016 -2017. Población Indígena.
[6] Vendedor ambulante. https://www.ultimahora.com/vendedor-parlantero-el-mercado-la-puerta-tu-casa-n706705.html
[7] DGEEC (2018). Principales Resultados de la Encuesta Permanente de Hogares 2016 -2017. Población Indígena. https://www.dgeec.gov.py/Publicaciones/Biblioteca/eph2016-17/PEPH_2016%20-2017.pdf